Rozando el limite de lo prohibido

Le gustaba hacerme enojar, sacarme de quicio, llevar mi paciencia hasta el límite, pero nunca conseguía sobrepasarlo. Bastaba con una mirada traviesa y de un guiño para que todo mi enojo se convirtiera en una sonrisa que, aunque yo no quisiera que salga para que me tomara en serio, tampoco podía reprimir. Y era como si nada hubiese pasado. Solía venir a mi casa a pasar las tardes,tumbados en el sofá. Merendábamos. Salíamos a dar una vuelta por las calles. A veces me quedaba mirando su vitalidad, su belleza esa alegría que todavía conserva y que me hacía parecer una adulta su lado. Tenía la sensación de que para mí el mundo ya había perdido su magia y su misterio. Y eso era motivo de algunas discusiones, cuando el actuaba como si no hubiese normas, ni límites, ni errores. Pero en el fondo es lo que más admiraba de el, que a pesar de vivir en un mundo imperfecto y triste, parecía percibir sólo eso que todavía podía ser bueno. Probablemente algún día se rompería el encanto y el desencanto de la realidad lo haría ser más sensato y dejaría de verme de la forma con la que lo hacía y ya no buscaría mi complicidad con guiños y sonrisas, sino que cada discusión nos iría distanciando. Y dejaría de venir a mi casa por las tardes y ya no tendría sentido y terminaría apareciendo una que le daría un nuevo impulso a su vida. No pasaba día en que este pensamiento no se cruzara por mi mente, pero lo cierto era que cada noche cuando finalmente me acompañaba a casa y su última sonrisa se quedaba grabada en mi cabeza, tenía la certeza de que todos esos temores nunca pasarían.